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Bueno para nada

Kalimba  – Si es tan amable me lleva a La Casa Rosada, iré hacer una visita importante allí.

Juan Luis – Va a la casa de gobierno, muy  bien, allá vamos ¿Cómo turista o se reunirá usted con alguien importante allí?

Kalimba – Voy a una reunión especial.  

Juan Luis – ¿Y usted qué hace? ¿Usted quién es?

Kalimba – ¿Yo?  Soy nada más y nada menos que… un bueno para nada.

Juan Luis suelta una carcajada y dice – Ya entiendo por qué lo atenderán en ese despacho, pero algo bueno debe saber hacer usted.

Kalimba – Créame, mi mejor definición es la que le he dado, y creo que soy  así genéticamente. Parece que me hicieron en una noche de parranda. Déjeme sustentar mi afirmación.

Kalimba comenzó  a contar casi sin pausas.

En la escuela primaria el último  en aprender a leer y escribir fui yo; la letra más ilegible era la mía; se me dificultaban las sumas y las restas, las multiplicaciones y  divisiones también. El único compañero que tenía era mi amigo imaginario. En los recreos me quitaban la comida y no sabia defenderme.    

Mis padres que siempre quisieron lo mejor para mí, y que sabían lo mal que la estaba pasando, decidieron probar metiéndome en prácticas deportivas, me inicié en el Yudo, y en la segunda clase me fracturé el brazo derecho y no  fui más; en las clases de futbol duré tres meses, hasta que el entrenador le dijo a mi padre que no hallaba en que posición ponerme a jugar, ya que en ninguna rendía, le recomendó que probará con natación, y así fue, duré un año aprendiendo a nadar, y cuando ya estaba listo para ir a competir, nos mudamos de ciudad.

Para el primer año de secundaría me fui a la escuela militar y deserté, y al final debí tomar clases extras  para pasar las asignaturas y poder aprobar  el año en el nuevo colegio.

Este periodo fue muy oscuro para mí, no encajaba en ningún grupo, era como un bicho  raro ante los ojos de mis compañeros.

En ese tiempo pretendí aprender a bailar tango y descubrí que era sordo para el ritmo; quise escribir poesía y no conseguía ni musas, ni rimas; intenté hacer teatro y, mi  rostro no aprendió a expresarse en coherencia con el personaje, sin contar que no me podía memorizar los guiones; y en los deportes me seguía yendo mal. Debo  reconocer  que en cuanto a los amores, yo era un romántico, solo que ninguna chica quería mi romanticismo.

Llegó la universidad, comencé la carrera de enfermería, y claro, no la terminé. Estudié Ingeniería eléctrica, y eso me creo un cortocircuito en  las neuronas, así que la suspendí por un tiempo, y aun no recomienzo, pero ya llegará su momento.

En el tercer intento decidí estudiar Geología, y mira vos que experiencia más maravillosa; cuando llegué al segundo  año, en un trabajo de campo conocí a Karina, una hermosa lugareña de Fiambalá, me enamoré de sus ojos floridos y sonrisa amplia, ella me correspondió; me quedé tres meses allá y luego nos vinimos a la capital, se aferró a la modernidad y a la nocturnidad, los bares Tecno eran su escapé favorito, ella sudaba libertad y eso me hacía muy feliz.

Una mañana de verano desperté, y había en el espejo una nota de ella, se despedía, agradecía y, me clavaba una daga al decirme  que se iba a vivir a New York, con Diego, mi sobrino mayor. Allá están, juntos, creo que son felices.

Kalimba – ¿Le aburro con mi aburrida vida?

Juan Luis – No flaco para nada, sígueme contando. 

El pasajero le volvió a dar marcha a su historia biográfica.

Kalimba – Pues le cuento  que he trabajado de cerrajero, maquillador de cadáveres, vendedor de palomitas de maíz en la entrada de los teatros; también he servido de mesero; estuve durante un año a cargo de la caja de una venta de repuestos automotrices; 8 meses de recepcionista en “El otel con M”, esto  fue muy loco, y eso de rentar camas a los amantes es buen negocio;  me tocó de limpiador de vagones del subte; un tiempo fui vendedor en una tienda de instrumentos musicales y, allí le vendí una guitarra eléctrica al gran Miguel Mateos; y  más recientemente, transcriptor de tesis universitarias.

El taxista escucha todo  aquello con genuina atención, asombro, un poco de lastima por la mala fortuna de este hombre, y de alguna manera envidiando tantas aventuras juntas en un solo cuerpo.

Juan Luis se atreve a preguntarle – Amigo, dígame algo ¿Actualmente en qué está trabajando?

Kalimba le responde – Pues en esto.

Saca una Pistola Glock 17 y  se la pone en la cintura a Juan Luis, y  le susurra cerquita – Esto es un atraco, vas a manejar hasta la plaza Mafalda sin detenerte,  y cuidado con hacer algún movimiento extraño, tenemos que llegar por la calle Gral. Enrique Martínez.

Al chofer no le quedó  más remedio que atender a la orden, el camino se le hacía eterno, los minutos pasaban lento, transpiraba de manera copiosa,  pensaba que el hombre noble se le había vuelto un criminal en cuestión de segundos. Juan Luis intentaba persuadirlo para que se bajará y lo dejará ir en paz, y lo que ocurría es que despertaba la furia del atracador.

Cuando  faltan pocas cuadras, al taxista le preocupa el plan que tiene en mente,  ese demente que lo apunta con una pistola.

El camino con un complicado transito los obliga a detenerse en una esquina, a tan solo tres cuadras del destino; la espera desespera, y  en eso un policía motorizado se percata de lo que ocurre, detiene su moto del lado del pasajero, saca su  arma de reglamento y  apunta sin miedo ni titubeo a Kalimba.

El Policía le ordena  que levante las manos y que entregue el arma, y mientras el  atracador mira con furia al gendarme, en  un movimiento veloz Juan Luis le quita la pistola y  le pone el cañón en el pecho.

El policía y el taxista acaban de frustrar el nuevo emprendimiento de Kalimba. Al salir del auto y  ponerle las esposas al atracador, el policía se dirige al chofer y le pregunta – ¿Usted conoce a este hombre?

Juan Luis con ironía dice – Si, y muy bien, es un extraordinario contador de historias, un pésimo ladrón y  un genuino bueno para nada.

Kalimba agrega – Se lo dije.   

Amancio Ojeda Saavedra / @amanciojeda

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